miércoles, 28 de febrero de 2007

La muerte descarnada

Es incurable, progresiva y mortal; igual que el SIDA. Junto con el cáncer y la depresión constituye una de las grandes enfermedades de nuestro tiempo: la anorexia.
Hay enfermedades del cuerpo y hay enfermedades del alma; y las almas atormentadas se empeñan en destrozar el cuerpo que las aprisiona.
El tipo de anorexia del que hablo es una enfermedad del alma, que en la mayoría de las ocasiones poco o nada tiene que ver con las fotografías de modelos superdelgadas que adornan las portadas de las revistas. Por ejemplo, para mí las gordas de Rubens son tan hermosas como la delgada Kate Moss.
Esta categoría de la enfermedad está reservada por el contrario, para aquellos que van contra lo establecido, que quieren romper con algo: su pasado, su cuerpo, su vida.
En mi caso personal, hay en mí algo que está roto, he visto tanta muerte que más de una vez he deseado morir y esta es mi forma de buscarlo. Mi mejor amiga murió de cáncer, asesinaron a mi padre, dos de mis mejores amigos fallecieron en accidentes absurdos. Algo de todo ello ha impregnado mi espíritu, parte de esa desolación me oprime el pecho hasta no dejarme respirar.
Pero hay otra cosa que me mata, mi enemigo oculto, herencia de tantos años de educación católica: la culpa. La culpa de no hacer nunca lo suficiente, de herir a los otros, de fallarles a los que me aman, de no cumplirle a mis muertos, de no poder terminar sus misiones, de lastimar a mi Dios.
Además, ¿cómo se supone que una persona sensible conviva con el cruel mundo a diario, que luche por aliviar la miseria humana y no se entregue de vez en cuando a la desesperanza? No se puede. Los calambres, los huesos salidos, la palidez y la pérdida de cabello, son los rastros que ha dejado en mí este mundo inhumano.


The knife, Jan Saudek, 1987

El narcisismo de amar al mundo hasta el delirio tiene consecuencias físicas. Para Francisco de Asís fueron los estigmas, para Madero la muerte, para Nietzche la locura. Para mí el precio de ese amor fue barato: sólo frío y náuseas, sólo debilidad y mareos.
Sé que para el verdadero sabio desprovisto de todo egoísmo y de todo falso problema, amar a los demás y darse a ellos no debe doler, que la entrega plena es gozo puro. Pero hasta que alcance ese nivel de conciencia seguiré muriendo una de las muertes de nuestro tiempo, padeciendo esta enfermedad del alma que corroe al cuerpo.
Quizá todo esto no sería tan grave si encontrara una forma de salir de mi pecho y expresarse a los demás. Sin embargo, mi voz aún está buscando caminos y el proceso de hacerla salir es largo aún.
No pueden salvarme, mi muerte y mi salvación están en mi. Mejor pongan su fe en que encontraré lo que busco antes de que sea demasiado tarde.


26 de noviembre de 2002

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