sábado, 14 de diciembre de 2002

De madrugada

De madrugada
Alfonso Castañeda


Todo está en mi contra, incluso yo. Nada me mantiene conforme y mis quejas son, cada día, más. Voy mal en la escuela. Las tareas se acumulan al paso de los días y siento pesadumbre de sólo revisar mis apuntes. Duermo horas seguidas durante la tarde, por eso en las noches me angustio de no conciliar el sueño, y es precisamente cuando reproduzco ocurrencias, a veces tormentosas. Rara vez recuerdo lo que sueño, aunque estoy seguro de que son pesadillas, pues despierto nervioso y asustado. Hoy, por ejemplo, soñé que caminaba por un largo trayecto, empedrado; a su alrededor no había más que bruma y cantaban las cigarras, pese a que era de día. Yo estaba exhausto, pero mis piernas no se detenían y me obligaban a dar pasos cada vez más largos. Pero ante mí encontré una pendiente. Tenía mucho miedo. Cavilé seriamente en retroceder o proseguir, pero poco valía hacerlo porque mi destino ya tenía la orden precisa de llegar a donde fuera. Después ya no sé qué pasó. Creo que algo verdaderamente funesto porque abrí los ojos y no vi nada, sólo sentí el pálpito explosivo adentro de mi pecho.
Pero lo más agobiante, lo que verdaderamente me atemoriza es que en las madrugadas me da por vomitar. Hoy, por la mañana, desayuné un pan que sobró del día anterior. Mamá no vio cuando lo engullí. No me gustan los testigos. A veces prefiero comer a solas, sin sentir las miradas escrutadoras de mi familia, que se plantan ante mí como enemigos. Procuro llevar una sana alimentación. Odio las verduras, pero las como, al igual que la fibra y los sustitutos de azúcar. Lo que ellos comen, sobre todo mis hermanos, está prohibido para mí y llegan a hacerme burla, pues los hombres no deberíamos preocuparnos por esos detalles del buen físico y la buena salud, dice papá. Hay ocasiones en las que me robo un pedazo de carne frita o como varias cucharadas de guisado, todo esto cuando nadie me ve. Mas luego siento que de mi interior nace una voz maligna que me reprocha y no me deja en paz. Por eso vomito. Al principio lo hacía para que la voz se fuera de mí, pero cuando se internó a perpetuidad, me abstuve de comer porquerías. Después mi organismo, que es muy sabio, programó un mecanismo de lo más implacable: pasa que en las madrugadas comienza a crecer una bolita que se vuelve una gran masa caliente que rueda y sube, se estaciona en mi pecho y no puedo respirar, más tarde se hace una tripa y camina por mi esófago hasta que siento la cabeza de esa masa cosquillear en mi garganta y en mi campanilla. Entonces me incorporo. Me lagrimean los ojos. Las yemas de mis dedos me cosquillean. Y la maldita sensación queda ahí, firme y certera hasta que sale. Esto ya es cotidiano, desde hace meses, pero es imposible acostumbrarme porque nunca siento igual aquella expulsión.
No produzco ningún ruido. Nadie en casa me ha sorprendido en tal acto, por demás involuntario. Y qué bueno, porque aquello que expulso es demasiado para ser real, aunque lo es. La primera vez que vomité fue una canica transparente con una figurilla azul en el centro. Luego, un soldadito de plástico verde. Van tres o cuatro barquitos de papel que salen deformes y empapados de saliva. Algunos cabellos de muñeca o pelusa de osos de peluche. Lo más doloroso fue una mancuernilla de oro de papá. De mamá, unos prendedores para el cabello que recuerdo desde la infancia. De mis hermanos no había expulsado nada, hasta hoy. Del mayor, extraje un calcetín roto que casi me asfixia. Del menor, un cepillo dental, de hirsutas cerdas que me rasparon hasta dejarme afónico. Ellos no lo saben, y por supuesto no seré yo quien se los diga. Repito: todo esto sucede en las madrugadas y nadie conoce mi secreto.
Por eso intento no comer. La lechuga, por más que la mezclo con limón o aderezos, no me satisface en lo absoluto. Odio los caldos de gallina. La fruta me empalaga y la repito a cada rato. El agua simple me hace presión en la garganta y al agacharme se me viene por la nariz. Me esfuerzo por no comer porquerías, pero mi organismo, que es tan caprichoso y malvado, ya no perdona las veces que sí lo hice. Por eso se venga de mí en las madrugadas y paso los momentos más difíciles.
Hace seis meses comí carne frita en una comida familiar. Tenía tiempo que no me daba esos permisos. Incluso negocié conmigo, prometiéndome que al día siguiente retomaría mis hábitos… Pero no lo hubiera hecho. En la madrugada volví a sentir el malestar en mi estómago y lo que expulsé fue mi primer biberón y enseguida un escapulario que me dio papá en mi primera comunión. Lo juro: creí morir de asfixia. Me faltaba el aire. La angustia se almacenó en mi garganta. Los ojos me ardían. Sentí desprenderse mi cara. Me privé un rato hasta que salieron el biberón y el escapulario. Fue el primer atentado, de mí contra mí.
Ahora pienso más en las consecuencias. No me doy permisos porque mi cuerpo es embustero. Llego a molestarme si mamá insiste mucho en obligarme a probar su comida. Veo con repugnancia la valentía de mis hermanos cuando consumen la grasa sin detenerse a pensar en el daño que se causan. Los odio cuando comen.
Digo que todo está en mi contra porque es seguro que me reprueben en varias materias, que papá no quiera dirigirme la palabra luego de que me enojé con mamá por agregarle aceite a mi ensalada de verduras. A veces siento que estorbo, que me estorbo cada que pienso en comida.
Ya casi es medianoche. Dentro de poco sentiré el malestar y la masa saldrá convertida en algo. Espero, sinceramente, que un día yo sea el objeto expulsado. Quizá, si eso pasara, no habría necesidad de todo esto. Tal vez se acabarían mis pesadillas. Es posible que mis tormentos cesaran. Pero eso nunca va a pasar porque tendría que comerme a toda mi familia y aún soy frugal para emprender tal empresa. Dormiré mientras se pueda. Todo esto es una pesadilla, y en un rato más voy a despertar…

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails