Para el promedio de mi país soy alta: 1.66, que alcancé desde que tenía catorce años (en realidad llegué a medir 1.68, pero como a esa edad empecé a sufrir de anorexia perdí dos centímetros de estatura, que es algo relativamente frecuente en quienes sufren el trastorno cuando están en desarrollo).
De mis amigas soy la más alta y en la universidad recuerdo mirar anhelante los micro pantalones de mis amigas que medían 1.50. De hecho, una de ellas hizo alguna vez un comentario sobre lo anchas que eran mis piernas en comparación con las suyas. Sin embargo, aunque había catorce centímetros de diferencia entre ambas yo sólo pesaba tres kilos más que ella.
Mucho de lo que perseguía con la anorexia era verme frágil, mostrarle a la gente a mi alrededor que no era tan fuerte como otros me veían, decirle a mi familia, a mis maestros, a mis amigos: ya no puedo más. Ser tan frágil que en efecto, nadie se atreviera a dañarme.
No creo que la anorexia te haga hermosa, al contrario, te de un halo de debilidad y hasta de enfermedad. Recuerdo que cuando alguien me tomaba de los hombros (soy sumamente delgada de la cintura hacia arriba, aún hoy a veces me queda la talla cero) y me decía "siento que te voy a quebrar" por dentro me decía que eso era justamente lo que quería transmitir.
No sé por qué muchas veces fui incapaz de verbalizar o expresar de alguna otra forma que me sentía vulnerable, pero para mí la delgadez era la forma perfecta de que los demás se dieran cuenta que me estaba derrumbando.
Aún ahora siento a veces el deseo desesperado de verme frágil, de sentirme tan ligera y tan pequeña que todos tengan el deseo de protegerme. Pero justo cuando siento el vértigo de querer bajar de peso, me pregunto qué cosas de mi vida son las que me frustran, las que quisiera cambiar, y trato de trabajar sobre ellas.
La feminidad es asociada tradicionalmente con la debilidad. Pero debemos descubrir que ser capaces, independientes y fuertes no nos hace menos mujeres. Que ser mujer es más que encajar en un estereotipo.