
Creo que los más importante de de este proceso fue que aprendí fue a pedir y recibir ayuda. A reconocer mi debilidad y permitirla, a dejar el orgullo a un lado y reconocer mis necesidades, no sólo de alimento, sino también de cosas más profundas: de un abrazo, de una caricia, de amor. Aprendí a reconocerme vulnerable, y por paradójico que parezca, aprendí que eso no nos hace débiles, sino más bien nos fortalece.
Creo que he mirado muchos de mis miedos de frente y me he obligado a enfrentarlos. Y con ello he aprendido que muchos de nuestros fantasmas se desvanecen cuando los exponemos al sol.
Hay días en los que me siento inmensamente feliz sin motivo aparente. La razón es simplemente que estoy viva, sana, que disfruto de los pequeños instantes y los pequeños placeres. Quizá este es el mayor regalo de la recuperación: descubrir que la felicidad también puede ser un fuego suave que arde en silencio sin grandes llamaradas, prodigando luz y calor.