Detrás del gran trabajo que Vero realiza está la impotencia y las preguntas, a veces sin respuesta, que desencadenan haber tenido un familiar con anorexia: su primo paterno. El siguiente es un texto suyo donde cuenta su experiencia con el padecimiento de su primo.
El verano que lo cambió todo

Pasábamos las tardes como niños: bajo los árboles a la hora de la siesta, riendo y tirando bombas de agua. Pero aquel año mi primo, seis años mayor que yo, no podía jugar con nosotros como antes; se cansaba, si subíamos al árbol debíamos ayudarlo, si corríamos con bombas de agua el siempre quedaba atrás.
Guardo muchas imágenes de aquel verano. Recuerdo que mis primos se quedaban en la casa de mi abuela que estaba justo enfrente de la mía, y a veces mi madre conversaba con mi abuela sobre lo flaco que mi primo estaba.
Una tarde íbamos para la playa y debimos parar unas cuantas veces porque él se cansaba y no podía seguirnos el ritmo, también escupía su saliva a cada rato, gesto que yo veía tan divertido en ese momento que me hacía reír mucho e incluso lo imitaba. Luego entendí que él escupía la saliva porque se negaba a tragarla, en un último acto de
Su situación era muy mala y él seguía empeorando, sus padres lo llevaron a varios médicos, pero en las revisiones de rutina no encontraron nada fuera de lo normal además de la desnutrición. La única recomendación fue que le dieran más de comer. Visitaron a varios médicos que diagnosticaron cosas distintas, desde un berrinche hasta gastritis.
Un caso ‘raro’
La imagen es de Dorothe Lange, Ghost Child (living in Oklahoma City shacktown), de 1936.
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Luego vino lo peor: la internación permanente, el haberse transformado en un caso raro por ser tan joven y varón, el delicado estado de su salud porque había perdido mucho pero mucho peso.
Yo dejé de verlo, simplemente porque él no podía cortar el tratamiento. Supe de él sólo por las noticias de mi abuela: que le daban calmantes para que durmiera e hiciera la digestión sin que se purgara, que tenía moretones en los brazos porque debían apretarlo para que comiera, que lloraba mucho y rogaba que lo sacaran.
Esas frases se me fueron marcando a fuego, con tan corta edad no entendía el por qué estaba tan mal, ni qué iba a suceder. En otra visita de la abuela supe que habían quitados los espejos y la balanza de la casa, porque ahora le permitían ir los fines de semana y no podía verse ni pesarse para no interrumpir el tratamiento.
Escuché miles de veces las palabras recaída, llanto, preocupación, dolor… de la falta de dinero para costear los gastos del hospital… Escuché, escuché y escuché sin hacer mucho, porque era una niña.
Actualmente mi primo está dado de alta, ha superado sus problemas con la comida, y aunque el proceso fue bastante largo, hoy es una persona muy diferente de lo que fue en aquellos años. Es muy muy alto y grande, parece la antítesis de aquel débil muchacho que recuerdo, trabaja con su padre en un taller mecánico y tiene una vida normal.
A veces es difícil pensar que él, así como lo vemos ahora, pasó por todo eso.
La visión de un familiar
La enfermedad de mi primo me produjo muchos sentimientos, entre ellos el miedo; miedo a lo que fuera a sucederle, miedo a tener lo mismo, ya que todos se cuestionaban mi peso, y aunque yo comía bien había quienes ponían en duda si era normal o no lo que me sucedía. Se desató algo así como una paranoia familiar respecto al peso.
Logré ponerme en su lugar luego de muchos años, cuando llegué a la adolescencia y me hice siendo consciente de cosas que no se perciben cuando uno es un niño: pude ver lo fuerte que eran las presiones de nuestros pares y de la sociedad en su conjunto, pero también de la familia, que en su afán de llevar una vida de trabajo y éxitos económicos suelen exigir que los niños actúen como adultos, que asuman responsabilidades, hábitos y conductas que no son propias de su edad.
Aunque no pude ayudar realmente en su recuperación, no fue porque no quisiera, sino porque no vivía en su mismo país y por mi edad. Tal vez ese sea uno de los motivos de mi blog, poder ayudar en algún sentido a alguien.
Pienso que como familiar es importante acompañar al enfermo, pero sin entrar el círculo paranoico que es bueno ni para el enfermo ni para su entorno.
Haber tenido a alguien cercano padeciendo un TCA me hizo ver que es una enfermedad muy solitaria. Mi primo pasó muchas fechas importantes solo en la clínica, tenía pocos amigos y la enfermedad no sólo le cortó parte de su niñez y preadolescencia, sino que lo acompañó casi hasta su adultez porque recuperarse es un proceso lento y largo.
En la foto, Vero.

Mi blog nació como consecuencia de una suma de acontecimientos: el año pasado en mi trabajo, realizando una búsqueda, me topé con una página de las que llaman pro ana donde se hacían las llamadas “carreras de kilos”, y eso me hizo tener un quiebre interior. Fue un shock, me invadieron la furia e incomprensión de volver retrospectivamente a mi niñez, de recordar esas piernas finas, esa carita demacrada, de ver desmayos, de sentir ese mismo miedo otra vez…
Así abrí mi blog, con muchas dudas, con miedos también, con todos mis prejuicios a cuesta, pero sobre todo con toda mi ignorancia y con ganas de cambiar algo, aunque no sabía muy bien qué. Sí, con todos esos elementos abrí mi blog, y fue a través de él que pude interactuar con otras personas que tuvieron o tienen algún TCA y empezar de algún modo a entender la situación, o al menos eso intento.
Texto y fotos: cortesía de Verónica Medina